Muñequito de yeso
Cierta vez nuestra pequeña vecinita de 5 años andaba jugando con una de esas figurillas de yeso que alguna vez había sido parte de la representación de un pesebre navideño. Si mal no recuerdo, el de la pequeña estatuilla de yeso debería haber sido José.
Hasta que en algún momento, natural torpeza de la niñita, fuerza de atracción de la gravedad, frágil estructura del “juguete” sumaron para que repentinamente experimentara un súbito descenso al piso y se partiera en varios pedazos.
Como en esa época gozábamos de una bonita amistad entre las familias, la nena y sus hermanitas entraban y salían de casa como si fuera la suya. No teníamos hijos. Mi esposa y yo veníamos de una dolorosa experiencia por la pérdida del bebé, por lo cual la presencia de las niñas no sólo era bienvenida, sino que para nosotros era como esos angelitos que te envía Dios para ayudar a mitigar el dolor del hijo que pudo ser y no fue.
La cuestión es que la pequeñita, hasta ese entonces la más chiquita de las hermanitas, apareció por casa con un hondo sentimiento de pesar porque se había roto su muñequito y rogando con tristeza que se lo reparara. Inmediatamente puse manos a la obra. Dejé todo lo que estaba haciendo, busqué entre mis herramientas un poderoso adhesivo, tomé los trozos de José de entre sus pequeñas manitos y procedí a pegarlos con paciencia cada uno de ellos hasta que la estatuilla quedó finalmente restaurada. Una hora después, que para ella debe haber sido toda una eternidad, se la entregué ya lista para seguir jugando. ¡Sus ojitos brillaban de alegría al ver a su juguete antes destruido y ahora como nuevo!
Pero una vez más sucedió lo que ya me imaginaba que iba a pasar. Una hora después, otra vez la pequeña estatuilla tuvo un lamentable incidente y de partió en varios pedazos. Y una vez más la chiquilla preocupada por el percance con los trozos entre sus manitos para que se los reparara. Y una vez más tomé el adhesivo de entre mis herramientas y se lo volví a pegar.
Esto sucedió hace unos veinte años. Hoy, al momento de escribir estas líneas, llega a mí, en este instante, la noticia de que su padre ha fallecido. ¿Será de Dios? El recuerdo de la escena irrumpió hace días atrás en mi mente, pero esta vez en otro contexto. No me había dado cuenta sino hasta hace unos pocos días, de que la pequeña estatuilla se había vuelto a romper, pero esta vez no había sido por las partes reparadas, sino por otras zonas. Es decir que las partes pegadas y restauradas ahora resultaban ser más fuertes que el resto de la estructura.
Hay personas que cargan con cicatrices. Algunas son claramente visibles en su piel. Otras no se ven. Esas que no se ven se encuentran en lo profundo del alma. Quien esto escribe tiene algunas cicatrices físicas y visibles, pero también unas cuantas de esas que no se ven y que se llevan en lo profundo del alma. Se puede vivir con cicatrices; a veces duelen, a veces no. Pero si esas cicatrices han sido producto de “reparaciones” de parte de Dios, no te quepa la más mínima duda de que esos puntos son los más fuertes y sólidos en tu vida, aunque no te parezca en este momento así, como las zonas pegadas del muñequito de la nenita de mi historia.
Pero yo pregunto: ¿Será que los israelitas, al tropezar, cayeron definitivamente? ¡De ninguna manera! Al contrario, debido a su transgresión vino la salvación a los gentiles, a fin de provocarlos a celos. Y si su transgresión ha servido para enriquecer al mundo, y su caída, a los gentiles, ¿cuánto más lo será su plena restauración? Hablo a vosotros, gentiles. Por cuanto yo soy apóstol a los gentiles, honro mi ministerio,
(Romanos 11:11-13 RV95)
por Luis Caccia Guerra
Escrito para www.mensajesdeanimo.com