Ecos

Ecos

Un padre y su pequeño hijo van subiendo por la ladera de un cerro. El niño resbala, se golpea y grita:

-“¡Auch!!”

Y del cerro de enfrente se oye:

-“¡Auch!!”

Sorprendido, el pequeño dice a viva voz:

-“¿Quién anda ahí?”

-“¿Quién anda ahí?” repite el eco.

Después de varios intentos y ya fastidiado, dolorido por el golpe y sintiéndose burlado, vocifera con vehemencia:

-“&#=@\%$*”

Y el retorno de la montaña no se hace esperar:

-“&#=@\%$*”

El padre, ya viendo el exabrupto del niño, que éste se exaspera cada vez más y no entiende nada, “interrumpe el diálogo” y grita:

-“¡Campeón!!”

Y obtiene:

-“¡Campeón!!”

Acto seguido le explica lo que es el eco; es decir, el rebote de las ondas sonoras en la pared de la montaña de enfrente.

Es una lección tan elemental, tan simple… y sin embargo cuesta tanto aprenderla y ni hablar de ponerla en práctica.

Muchas veces me quejé de que mi trabajo no es valorado como corresponde; de expresiones descalificantes hacia mi persona y hacia mi desempeño; de que a pesar de poner todo el esfuerzo, empeño y buena voluntad, no me va bien; de que voy de derrota en derrota; de que no hago otra cosa que remar y remar contra la corriente y no estoy haciendo otra cosa que ir para atrás…

¿No te has sentido así alguna vez?

Muchas veces he clamado y clamado a Dios por una salida, por una mejora, por dirección en una decisión importante para que una vez tomada me vaya bien y no tenga de qué arrepentirme… ¿Y sabes qué? ¡Todavía estoy arrepintiéndome de haber tomado esa determinación! Es como si le hubiera pedido a Dios una caja llena de bendiciones y la caja llegó, pero ¡vacía!

No fue cosa fácil descubrir el error.

Durante mucho tiempo he tenido el mal hábito de proferir exabruptos graves, como el del niño del eco con que comienza este artículo. Hasta hace muy poco tiempo, puedes imaginarte epítetos y palabras descalificantes y peyorativas de absolutamente todos los colores… de parte mía. Y los que no te puedes imaginar… ¡también! ¿Quién dijo que los creyentes somos perfectos? ¿Quién estableció el dogma de que los escritores cristianos estamos más allá del bien y el mal?

Un amado amigo y hermano en el Señor que me conoce hace muchos años, me hizo notar algo en una conversación reciente: “Sos (“eres”, para los centroamericanos que nos leen) intolerante en ciertas situaciones y con ciertas personas”, me dijo. Y tiene razón.

Mientras las cosas van por sus carriles normales, todo bien. Pero cuando la actitud o la opinión de alguien desborda las expectativas, aparece de parte de quien esto escribe, el exabrupto, la palabra descalificante, agraviante. En pocas palabras, saca lo peor de mí y el “viejo hombre” reina a su entero antojo manifestando el más absoluto desprecio.

Gruesos nubarrones de injurias, maledicencia, palabras peyorativas y descalificantes contra mis prójimos, taparon mi cielo impidiendo brillar durante mucho tiempo la bendición de Dios sobre mi vida.

Nada más ni nada menos que el eco del nene con el que comienza el presente mensaje. Lo que le dices, gritas, piensas y actúas hacia otros, VUELVE. Hay una ley inexorable: TODO, absolutamente TODO, lo que se siembra, se cosecha. No es de extrañarse, entonces que muchas veces mi trabajo no haya sido valorado como corresponde; de haber sido objeto de expresiones descalificantes hacia mi persona y hacia mi desempeño; de que a pesar de haber puesto todo mi esfuerzo, empeño y buena voluntad, no me haya ido bien; de que haya estado yendo de derrota en derrota, remando contra la corriente sin poder llegar a al destino esperado.

Tuve que reconocer, arrepentirme, pedir perdón y acto seguido rogarle a Dios que tuviera a bien revocar todas y cada una de mis declaraciones agraviantes, descalificantes, maldicientes proferidas hacia otros, para que esos gruesos nubarrones de tormenta se despejaran y por fin viera salir el sol de la bendición de Dios sobre mi vida.

A veces, en la frustración, el desaliento, la tristeza y la angustia que nos invaden en determinadas situaciones, proferimos declaraciones contra nosotros mismos y contra otras personas, que no hacen otra cosa que convertirse en el eco del niñito. O lo que es peor, en densas nubes que oscurecen nuestras vidas y nos impiden gozar de la bendición de Dios que ya está lista y a nuestra disposición, pero que nosotros mismos no somos capaces de acceder a ella por nuestra propia causa.

Autor: Luis Caccia Guerra

Escrito para www.mensajesdeanimo.com



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